Nick Drake: Inasible como la niebla matutina, el libro definitivo

28/07/2018 - 12:03 am

A través de todo tipo de documentos, escritos y gráficos, descubrimos los recuerdos de los que convivieron con Nick Drake, el músico que vivió sólo 26 años y que sin embargo su fama se agiganta a través de los años. El libro es un intento de su hermana, Gabrielle Drake, para “arrojar un poco de luz sobre el poeta, el músico, el amigo, el hijo, el hermano, que fue todo eso y más, y tan inasible como la niebla matutina”.

Ciudad de México, 28 de julio (SinEmbargo).-Pese a venir firmada en su edición original por el propio Nick Drake, este libro no es una autobiografía ni unas memorias al uso. Gabrielle Drake –hermana de Nick− y Cally Collomon –custodio de la obra de Drake− han recopilado una ingente e inédita cantidad de material para plasmar la vida y la obra del artista. Podríamos hablar de una breve antología de las memorias de aquellos que lo conocieron, un compendio coral enriquecido con las letras de sus canciones, fragmentos de sus diarios, entrevistas y otros recuerdos. Una auténtica celebración del tempranamente malogrado Nick Drake.

Un libro maravilloso. Foto: Especial

Fragmento de Nick Drake. Recuerdos de un instante, de Gabrielle Drake, con autorización de MalPaso Editorial

Dadme un sitio donde estar, por Gabrielle Drake

Rodney Shuttleworth Drake nació en 1908, único hijo varón y benjamín de Violet y Ernest Drake. Su padre, Ernest, era un eminente médico de Harley Street y pudo enviar a su hijo al Marlborough College, donde él mismo había estudiado.

La idea era que Rodney ingresara en la universidad al terminar la secundaria para estudiar medicina y seguir los pasos de su padre. Sin embargo, la familia padeció un serio revés financiero a raíz de que Ernest Drake sufriera un ataque al corazón y se viera obligado a cerrar su lucrativa consulta londinense para retirarse al campo. Rodney tuvo que abandonar Marlborough, y su paso a la universidad quedó descartado.

Gracias a los buenos oficios de un “pariente rico”, Rodney pudo entrar como aprendiz en la compañía ferroviaria London & North Eastern, en cuyas instalaciones de Darlington y York se fue formando mientras, paralelamente, asistía a la escuela nocturna para sacarse la licenciatura en ingeniería.

Si el cambio de planes afectó a Rodney, este nunca lo dejó traslucir. De hecho, es posible que interiormente lo agradeciera, puesto que parecía ser un ingeniero nato. Siempre rememoraría con afecto la época en que estuvo ligado al ferrocarril.

Sin embargo, terminada su formación, Rodney decidió que su futuro no estaba allí, y en 1930, dispuesto a vivir aventuras, solicitó y obtuvo un empleo de ayudante de ingeniero en la Bombay Burmah Trading Corporation (BBTC), una empresa británica establecida en el Lejano Oriente y con amplios intereses en la industria de la teca.

Rodney fue destinado a Birmania (hoy, oficialmente, Myanmar). Debió de ser la primera vez que salía de Europa, por no decir de Inglaterra, habida cuenta de las restricciones de la época para viajar. Pero no bien estuvo a bordo del SS Gloucestershire, con rumbo a Rangún (Yangon), parece que se encontró en su elemento. Su primera carta a sus padres es una entusiasta y detallada crónica de los primeros días en alta mar; no había transcurrido todavía una semana, y el capitán del barco ya le había encargado que organizara una fiesta de juegos. Rodney creó una comisión a tal efecto y, según lo expresa él mismo,

fui atacado por una multitud de hembras dinámicas que se quejaban de la escasez de actividades pensadas para mujeres. Propuse a la jefa de la “delegación” que entrara a formar parte de la comisión (¡un detalle de fina estrategia por mi parte!)… [y] a medianoche teníamos ya los juegos preparados.

Este pequeño incidente ilustra todos los elementos que fueron clave para su éxito en la vida: liderazgo, tacto, capacidad de delegar y una ironía autocrítica, todo ello aderezado con un encanto personal que facilitaba que sus superiores reconocieran esos talentos.

Así describía Rodney a su jefe de la BBTC en Rangún:

Me presentaron a un tal señor Macnamara, un tipo simpatiquísimo con el cual, según he sabido después, más vale estar siempre a buenas. Por lo que parece, es capaz de ser extraordinariamente amable cuando le place (¡y lo contrario también!) […] al poco rato nos pusimos a hablar largo y tendido sobre una serie de cálculos que había hecho él en relación con una planta de vapor; yo discrepaba absolutamente de varias de sus soluciones y así se lo hice saber, pero eso no impidió que nos lleváramos la mar de bien.

Tal parece que fue así, pues Rodney ascendió rápidamente, y al poco tiempo la empresa le encargó la construcción de un gran aserradero en Rangún, del que Rodney sería después supervisor. Muchos años más tarde, fue ese mismo Macnamara quien le ofreció el puesto de gerente que lo llevaría de vuelta a Inglaterra.

De momento, Rodney se lanzó de cabeza a su nueva vida. “Creo que el empleo me va a gustar muchísimo y la vida aquí también”, escribió a sus padres.

“La vida”, para los jóvenes que habían ido a Oriente a echar una mano, ya fuera en la Administración británica o en empresas industriales británicas, consistía en volcarse con igual ahínco a la diversión como al trabajo; natación, golf (solo a primera hora de la mañana, para evitar el calor), tenis, squash, remo, así como expediciones a la jungla para cazar agachadizas, se intercalaban en la dura jornada laboral en la oficina. Luego, al anochecer, había bailes o cenas en el club —el núcleo de la vida social—, así como teatro y conciertos de aficionados; y es que “allá en Oriente” no había más salida que procurarse uno mismo el entretenimiento. Rodney se hizo popular como intérprete: tocaba el piano lo bastante bien como para ponerse a ello tras la cena con los amigos (a veces tocaba sus propias composiciones; llegó a escribir una opereta basada en la vida a bordo de un buque rumbo a Oriente) y cantaba con una estupenda voz de bajo, como atestigua esta reseña del Boat Club Concert que su madre conservó con todo el cariño:

Con su composición “Droop Not Young Lover”, la sala se vino abajo. Antes de que el señor R. S. Drake abriera la boca, ya sonaban los aplausos, pero eso se debe a su enorme popularidad. Ni el propio cantante se tomó la canción en serio. Tuve incluso la sensación de que hacía todo lo posible por no reír. A pesar de ello, el señor Drake cantó extraordinariamente bien… El público pidió más…

1933 iba a ser un año crucial para Rodney, por más que él no se diera cuenta en su momento. Iba a conocer al vicecomisionado, un tal Idwal Lloyd, y a su formidable esposa, Georgia, así como a la hija mayor del matrimonio, Gwladys, célebre por su belleza y llegada a Birmania con sus padres poco tiempo antes que Rodney. En diciembre de aquel año los Lloyd, volviendo de un permiso, trajeron consigo de Inglaterra a su segunda hija, Molly, que entonces tenía dieciocho años.

Molly Lloyd había nacido en 1915 en Rangún. Su padre, Idwal, era funcionario del elitista Indian Civil Service (ICS) y había sido destinado a Birmania, entonces una provincia de la India. La niña fue bautizada como Mary pero muy pronto empezaron a llamarla Molly, un nombre que parecía más adecuado a su exuberante pelo rojo, y Molly se quedó hasta el final de su vida.

Dado que en aquellos tiempos el Lejano Oriente se consideraba un entorno poco saludable para los niños, Molly fue enviada a Inglaterra a los tres años de edad. Ella y sus dos hermanas —Gwladys la mayor y Nancy la pequeña— se criaron en la alegre casa de los Dunn. Tía Helen y tío Willie, a pesar de las estrecheces que pasaban, parecían poseer un talento especial para crear felicidad y dar a su numerosa familia de hijos de funcionarios un refugio en el que crecer. Así, lo que podría haber sido una época de desdichas resultó ser todo lo contrario, y permitió además que se forjara entre Molly y su hermana pequeña, Nancy, un vínculo indeleble que duraría mientras vivieron.

Finalmente las tres niñas fueron enviadas al internado. Molly siempre afirmó que odiaba el colegio, si bien consiguió sacarse el certificado de escolaridad. Eso le permitió, para su gran alegría, abandonar el internado y regresar con sus padres a Birmania.

Las entradas del año 1933 en su diario personal rebosan entusiasmo y joie de vivre y lo que anotó de su experiencia en el barco rumbo a Oriente parece curiosamente un calco de lo que Rodney explicaba por carta a sus padres dos años antes. Sin embargo, a diferencia de Rodney, Molly era de una timidez casi enfermiza. Se tenía por una chica torpe y desmañada y le daba miedo decepcionar a su hermana mayor, la hermosa Gwladys, que había causado ya sensación en la sociedad de Rangún. No obstante, una vez despojada del uniforme del colegio, las feas gafas y el pelo lacio (su primera permanente debió de suponer para ella una inmensa alegría), una bella mariposa emergió de la crisálida y parece ser que, pese a sus temores, a Molly no le costó mucho encontrar su lugar en el despreocupado torbellino de la vida colonial birmana de aquellos años de preguerra.

Molly conoció a Rodney en una de las primeras fiestas a las que acudió en Rangún, cosa que no es de extrañar, puesto que Rodney era un invitado habitual en la mayoría de los eventos sociales. Lo suyo no fue amor a primera vista, pero la simpatía de él y su probada habilidad para hacer que la gente se sintiera a gusto debieron de constituir un bálsamo para la joven y tímida Molly. Sin embargo, hubo de pasar un tiempo hasta que ambos comprendieran que habían encontrado su respectiva media naranja.

Se casaron en 1937, y el matrimonio duraría, efervescente de principio a fin, hasta la muerte de Rodney en 1988, cincuenta y un años después.

El inicio de su vida en común estuvo marcado por la creciente inquietud política. Birmania consiguió un estatus colonial separado en 1937, y buena parte del poder ejecutivo fue a parar a manos indígenas. Sin embargo, la población clamaba cada vez más por la independencia plena y las huelgas eran frecuentes. A pesar de ello, parece que la vida para los colonos siguió siendo relativamente fácil y entretenida. Y, pese a los nubarrones que se cernían sobre Europa, cuando las cartas enviadas desde “casa” tardaban varias semanas en llegar, resultaba difícil saber hasta qué punto una situación era más o menos apremiante. Si en Inglaterra aquel estado de guerra sin confrontación armada fue un tiempo de calma tensa, tanto más lo fue “allá en Oriente”.

La cruda realidad de la Segunda Guerra Mundial llegó finalmente a Birmania en 1942 con la invasión japonesa. Se urdieron planes de urgencia para evacuar a las mujeres británicas, y Molly y su hermana Nancy —que se había casado con Chris McDowall, gran amigo de Rodney— se sumaron a la gran expedición camino de la India. En general, aquello resultó ser una auténtica desbandada; los evacuados padecieron penurias sin cuento, y muchos perdieron la vida. Pero Molly y Nancy tuvieron la suerte de estar en una marcha relativamente bien organizada, lo que no quita que el trayecto fuera extenuante; terreno arduo de transitar, amenazas constantes y, de fondo, la angustia permanente acerca de la suerte que podían correr sus respectivos maridos, que se habían quedado allí donde los combates eran más encarnizados.

Si salir de Birmania fue difícil para Molly, lo fue todavía más para Rodney. Él se había enrolado en las Fuerzas de Defensa pero luego, al caer Rangún, se integró en la Artisan Works Company, donde sus conocimientos de ingeniería sirvieron para la colocación de cargas explosivas con miras a demoler puentes, cosa que, de por sí, hubo de ser deprimente para un ingeniero de su ramo.

La retirada de Birmania de los Aliados fue un desastre de organización, una huida a la desesperada y Rodney estaba en el meollo de la operación. Famélicos, enfermos y heridos atestaban las malas carreteras que llevaban a la India, mientras que los japoneses, que conocían la jungla a la perfección, les tendían constantes emboscadas. Llegados a Shwegin, a Rodney se le encomendó la poco envidiable tarea de dirigir el embarque. Las tropas del Burma Corps del general Alexander tuvieron que cruzar el río Chindwin a bordo de desvencijadas barcazas y bajo el fuego enemigo. Finalmente, diezmado y prácticamente sin pertrechos, el contingente llegó a la India… justo al comienzo de la época de los monzones. Desmoralizados, los hombres se vieron forzados a acampar a la intemperie bajo una lluvia torrencial, un infortunio que venía a sumarse a sus muchas penurias. Como tantos otros, Rodney cayó enfermo de disentería. Al final le concedieron la baja médica y pudo reunirse con Molly.

A todo esto, Molly y Nancy se habían refugiado en Nueva Delhi —sede de la Administración británica— en casa de sus tíos Alan y Mary Lloyd. Alan, como su hermano Idwal, era miembro del ICS y tenía un puesto en el gobierno, un gobierno que parecía ajeno a la guerra que se libraba en sus fronteras. Para las dos hermanas, la vida en Nueva Delhi debió de resultar frustrantemente similar a la que habían llevado en Birmania antes de estallar la guerra, y no solo por el hecho de que su tía Mary, si bien persona encantadora y cariñosa, fuera tan acérrima del Raj británico como lo había sido la madre de las dos hermanas y les dejara bien claro que no debían “contrariar a nadie con su conducta”. Fue preciso, pues, mantener el tipo un día tras otro y las hermanas hubieron de consolarse entre ellas. Como ambas tenían preparación musical, tal vez era inevitable que, en un momento como aquel, acabaran formando un dúo y cantaran juntas, sin acompañamiento, haciendo voces. No solo tuvieron éxito, sino que al poco tiempo All India Radio las invitó a actuar en la emisora. Nancy, cuyos conocimientos de música eran más académicos que los de su hermana, hacía arreglos para dos voces de canciones populares de la época. Para Molly, en cambio, la música significaba un goce privado, como lo era escribir poemas. Ambas actividades le proporcionaron un refugio a lo largo de toda su vida, un lugar del cual extraer fuerza interior. Y aunque le gustaba cantar y tocar para amigos y familiares, componer fue siempre un asunto intensamente privado; podía pasarse horas sentada al piano, sola, trabajando en la letra y la melodía. Los poemas se los leía a Nancy después.

Cuando Rodney llegó por fin a Nueva Delhi, consumido por la disentería, Molly debió de sentirse alarmada, aparte de contenta. Rodney se presentó con los harapos que llevaba puestos y nada más (le habían negado ya la entrada al British Club, ¡porque no llevaba esmoquin!), y a pesar de que medía un metro ochenta de estatura, su peso no llegaba a los cincuenta kilos. Su convalecencia fue lenta y prolongada, en especial porque la disentería degeneró en una hepatitis.

Cuando Rodney recibió el alta médica, la ocupación de Birmania por parte japonesa había mermado ya el suministro de teca, de vital importancia para la India. El gobierno indio encargó a Rodney, que acababa de ser licenciado del ejército, la construcción de un aserradero en las estribaciones del Himalaya. Esto suponía que Molly y él podrían vivir juntos otra vez, en la pequeña estación de montaña de Jhelum, siempre y cuando encontraran alojamiento adecuado. El aserradero llegó en cajas de embalaje procedentes de Norteamérica y, una vez construido, Rodney, ingenioso como siempre, hizo una casa para los dos aprovechando el material sobrante de las cajas. En Packing Case Villa [Villa Cajón de Embalaje] nacería el primero de sus hijos. Fue niña y le pusieron por nombre Gabrielle.

Rodney había prometido a la BBTC regresar a Birmania en cuanto terminara la guerra. E, inmediatamente después de la rendición japonesa en 1945, pasó a ocuparse de gestionar la recuperación de la empresa en aquel país. Pero, por encima de todo, se había involucrado mucho en la política local. Estaba enamorado de Birmania y le causó un gran dolor asistir a la devastación que la guerra había acarreado a un país antaño rico gracias al arroz, el petróleo y la teca. Ahora, destrozado por la táctica de tierra quemada puesta en práctica tanto por británicos como por japoneses, el país se hallaba sumido en el caos. Rodney había invertido muchas horas en pensar una solución para Birmania y escribió un detallado trabajo con sus ideas al respecto. El plan que pergeñó para la independencia era coherente y drástico y tenía presente todo cuanto él había aprendido de los birmanos. Siempre había creído que la independencia era a un tiempo vital e inevitable; pero creía también que Gran Bretaña tenía la responsabilidad moral de asegurarse de que el proceso se llevara a cabo de manera paulatina y con el necesario apoyo del gobierno británico. Aunque el plan fue bien recibido por las autoridades —y esto incluía a sir Stafford Cripps, a la sazón miembro del Gabinete de Guerra—, finalmente quedó relegado al olvido. Sin embargo, cuando se estableció en Rangún la administración de posguerra, Rodney fue uno de los únicos cuatro miembros europeos de la Cámara de Representantes. Su tacto y su habilidad diplomática eran muy necesarios en aquel momento de enorme inestabilidad política.

Sin duda para consternación de Rodney, solo tres años después, en 1948, a Birmania le fue concedida la plena independencia. Gran parte de los problemas que él había pronosticado —si el proceso se llevaba a cabo de manera precipitada— se hicieron realidad, y su opúsculo “Caos en Birmania” continúa siendo un excelente análisis de la agitación subsiguiente.

Pero, al margen de esto, los Drake tenían otros problemas que afrontar. Cinco meses después, en junio, nacía en Rangún su segundo hijo —Nicholas Rodney—, probablemente en el hospital donde la propia Molly había venido al mundo. Dado que la situación política era cada vez más inestable tras la declaración de independencia, debió de suponer un cierto alivio que en 1949 la BBTC decidiera ascender a Rodney y enviarlo a sus oficinas centrales en Bombay, donde pasaría a ser director y presidente adjunto.

Aunque no por mucho tiempo. Un año después el antiguo jefe de Rodney, aquel “simpatiquísimo” Macnamara, le escribió desde Inglaterra para ofrecerle el puesto de director gerente de una pequeña empresa con sede en Birmingham, la Wolseley Sheep Shearing Company. Abandonar la India iba a ser muy doloroso para la familia, pues a Rodney y a Molly les encantaba vivir en Oriente. Por otro lado, sabían que pronto tendrían que abordar la cuestión de la escolarización de sus hijos, que debería tener lugar en Inglaterra pocos años más tarde, y eso, inevitablemente, supondría la separación de la familia. Aunque Molly había pasado una infancia feliz en casa de los Dunn, no quería lo mismo para sus hijos; y la idea de tener que estar separados, ella y Rodney, si ella acompañaba a los niños hasta Inglaterra, se les antojó insoportable a ambos. Así pues, con mucha tristeza, los Drake hicieron las maletas, lo recogieron todo y pusieron rumbo a Inglaterra llevándose también consigo a la niñera, Rosie Paw Tun.

De hecho, Nanny —como siempre habían llamado a Rosie (había trabajado de niñera para otras familias coloniales retiradas)— sabía más de la patria chica, una austera Inglaterra de posguerra, que los propios Molly y Rodney. Fue ella, pues, quien aconsejó a Molly sobre las complicaciones del racionamiento y quien la ayudó a organizar una casa sin criados, algo totalmente desconocido para la señora Drake.

Se instalaron en el frondoso condado de Warwickshire, la región natal de Shakespeare. Rodney le compró a su mujer una casa que apenas si podía permitirse en aquel momento, pero Molly se había quedado prendada de ella. Far Leys era amplia y de dimensiones bien proporcionadas y su espacioso jardín miraba a la exuberante campiña de Warwickshire. Molly transformó la casa en un lugar elegante y confortable a la vez; la sala de estar, presidida por un piano de cola, se convirtió en centro de legendarios eventos sociales, muchos de ellos basados en la música, puesto que tanto Rodney como Molly dominaban el piano. En una época en que la televisión era todavía una rareza, esto no debe extrañarnos. Menos habitual, quizá, fue el hecho de que grabaran muchos fragmentos de dichas fiestas. Y es que Rodney, a quien siempre intrigaron los nuevos inventos, se había presentado un día cargado con un artefacto del tamaño de un baúl que resultó ser un primitivo magnetófono de bobina abierta. Como no podía ser menos, el aparato salió a relucir en las fiestas y la gente se quedaba boquiabierta ante el novedoso fenómeno de poder oír su propia voz grabada. Y, lo que a la postre fue más importante, Rodney convenció a su mujer para que grabara sus canciones. Consciente de la naturaleza privada del proceso creativo, Rodney instalaba el magnetófono y dejaba a Molly a solas en la sala de estar, que era su refugio. Por las tardes ella solía sentarse al piano para componer, o bien a su pequeño escritorio para escribir poemas.

Entretanto, Rodney empezaba ya a destacar en el mundo empresarial de Birmingham; poco a poco, fue transformando la Wolseley Sheep Shearing Company en lo que finalmente acabaría siendo: una empresa de ámbito mundial. Fue Rodney quien decidió ese cambio de orientación e hizo de la pequeña empresa agrícola que le habían encargado dirigir toda una red de prósperos negocios. Rodney se convirtió en miembro de la Cámara de Comercio de Birmingham y era su presidente electo cuando la cruel historia se repitió: en 1964, como le había ocurrido a su padre, Rodney sufrió un ataque al corazón y tuvo que presentar su renuncia.

Los Drake enviaron a sus hijos a los mismos colegios en que ellos habían estudiado. El hecho de que ninguno siguiera una carrera convencional al terminar la escuela no les preocupó en lo más mínimo; se diría que, interiormente, estaban convencidos de que sus hijos estaban persiguiendo una meta que era la continuación lógica de la vida que ambos, padre y madre, habían llevado, y en la que música, teatro y literatura habían tenido tanta importancia en los momentos de ocio.

A Molly como a Rodney les encantó comprobar la facilidad de su hijo para componer canciones, aunque ello no les sorprendió en absoluto; los discos de Nick los hicieron sentirse inmensamente orgullosos. Más adelante, tuvieron que pasar la dura prueba de ver cómo su hijo enfermaba de depresión (durante los últimos años del proceso depresivo, Nick pasaba casi todo el tiempo en la casa familiar), cosa que afrontaron con frustrada entereza, paciencia extraordinaria y un permanente deseo de comprender; Rodney, con su aguda inteligencia analítica; Molly, con su intuición. De sus poemas se deduce que entendía gran parte de lo que su hijo estaba pasando… aunque no pudiera hacer nada para ayudarle.

La muerte de Nick fue la mayor tragedia que Molly y Rodney hubieron de vivir. No hay forma de saber lo que supuso para ambos. De puertas afuera pareció que lo superaban, apoyándose, como tantas veces, el uno en el otro y sacando fuerzas de flaqueza, en años posteriores, gracias al reconocimiento de la música de su hijo. Sin embargo, ninguno de los dos vivió lo suficiente para ver la magnitud de la fama que su hijo alcanzaría. Rodney falleció en 1988. Dice su necrológica:

En Rodney Drake se combinaba, a un nivel inaudito, una excepcional destreza en todos los aspectos de la ingeniería mecánica con una elevada capacidad administrativa y una gran visión para los negocios. Intelectualmente dotado, su fértil cerebro fue una fuente constante de ideas innovadoras, cuya aceptación siempre intentó buscar por medio de la persuasión antes que de la coerción. Comprensivo, compasivo y sabio consejero para quieres tenían problemas personales, fue, por encima de todo, un hombre dotado de un chispeante sentido del humor; cuando él estaba presente, tarde o temprano surgían las risas. Verdadero hombre de recursos, Drake se ganó el respeto, el cariño y la admiración de todos aquellos con los que tuvo algún contacto.

Molly vivió hasta 1993. De ella no se escribió necrológica, cosa que quizá no debe extrañar siendo una persona que llevó siempre una vida bastante recluida. ¿Cómo habría encajado el hecho de que, ahora, desconocidos del mundo entero estén escuchando sus canciones o leyendo sus poemas?, ¿que ambas cosas hayan recibido elogios por parte de la crítica tanto en Norteamérica como en la Gran Bretaña?, ¿que ella haya sido tema de un programa de radio y de un concierto en directo?

Tratándose de alguien que en una ocasión escribió a lápiz su “Epitafio”,

Aquí yace una que se caía a poco que la tocaran,

que se propuso muchas y muchas cosas,

casi logró esto y aquello

y no llegó a hacer realmente nada.

¿no habría dicho tal vez, por citar otro verso de una de sus canciones, “Es el chiste del año”?

El príncipe regente, por Gabriele Drake

No recuerdo el momento en que mis padres me dijeron que iba a tener compañía, solo recuerdo mi entusiasmo ante la perspectiva de la llegada de una hermana; y es que había decidido por mi cuenta que dentro de la tripa cada vez más grande de mi madre había una niña. Le puse Gaylibar; no sé de dónde sacaría semejante apodo, aunque es posible que fuera una simple extensión de mi propio nombre, tal como yo lo conocía (la gente me llamaba Gay, no Gabrielle). Sostuve largas conversaciones con Gaylibar, pegada la oreja a la barriga de mi madre, pero siempre con la callada por respuesta. Nick ya empezó como pensaba continuar.

Y, por fin, llegó mi hermano.

La decepción del primer momento dio paso a pura alegría ante aquel bebé saltarín de pelo negrísimo, que le crecía formando un tupé estilo Regencia.

¿Quién es mi príncipe regente?

Nicholas Rodney; quién si no.

Así decía la primera canción que mi madre escribió sobre su hijo recién nacido, bautizado por el obispo de Rangún con el nombre de Nicholas Rodney Drake.

Un año después, el niño ya no tenía el pelo negro, sino rubísimo. Y toda la vida fue lo que nuestra abuela escocesa habría llamado un bonnie boy, un pimpollo: de proporciones perfectas, la piel de color ámbar y sin un solo defecto. Yo no recuerdo haber tenido celos, por más que envidiara su pelo lacio y rubio —yo tenía unos rizos tan enmarañados que me las veía y deseaba para pasarme el cepillo—, así como su pulcra figura, tan diferente de mis piernas larguiruchas y mi permanente desaliño. Tampoco recuerdo haber sentido el menor rencor hacia el recién llegado; al contrario, me alegraba de tenerlo allí. Esto habla bien a las claras no solo de lo encantador que era el bebé, sino también del tacto y la paciencia que tuvieron mis padres. Visto desde ahora, me doy cuenta de que eso fue más sencillo para ellos que para muchos de los que malvivían en la Inglaterra de posguerra; allá en Birmania siempre lucía el sol, y había criados a espuertas. Como nuestra muy querida niñera, una persona buenísima de nombre Dwe Mai, que, como tantas de las niñeras que trabajaban para la comunidad británica de Birmania, era de etnia karen. Los karen eran una raza montañesa que vivía principalmente en el sudeste del país. Los misioneros británicos habían convertido a muchos de ellos al cristianismo, lo cual, sumado a su reconocido carácter dulce y su probada lealtad, hacía de las mujeres karen la primera elección a la hora de buscar quien atendiera a los hijos de los colonos.

Quede claro que los británicos de la Birmania de posguerra necesitaban mucha lealtad. El país —y en particular la capital, Rangún— estaba en plena crisis política, y las cosas se complicaron todavía más al serle otorgada la independencia. Mi padre debió sin duda de aceptar con alivio la oferta de su empresa para que se trasladara a Bombay.

Si en algo afectó toda esta agitación a la tranquilidad emocional de nuestras vidas —hablo de Nick y de mí— fue en tener que separarnos de nuestra querida Dwe Mai. Ella consideró que su salud no le permitía abandonar Birmania. En su lugar vino Naw Rosie Paw Tun, otra karen angelical, si bien bastante distinta. Jamás olvidaré su llegada. Nanny, como la llamamos desde el principio, se convirtió en parte fundamental de nuestra existencia; con su sabiduría, su serenidad y su fortaleza, Nanny pasó a ser el padre número tres.

Se presentó montada en un rickshaw con sus pertenencias al lado, en un hatillo. Llevaba el traje tradicional —un longyi floreado y un aingyi blanco de linón—, con una flor de loto prendida de sus lustrosos cabellos negros, recogidos en un moño alto. Sus gafas redondas, del estilo proporcionado por la Seguridad Social británica, parecían ser parte integral de sus marcadas y agradables facciones, en las que destacaba una dentadura deslumbrante. Nanny se adaptó sin la menor dificultad a la estructura familiar, tal vez porque ya estaba acostumbrada; no éramos ni de lejos la primera familia europea para la que trabajaba. En cambio, sí fuimos la última, porque estuvo con nosotros durante quince años, antes de jubilarse para poder “depositar sus huesos”, así lo expresaba ella, en su país natal. Estuvo con nosotros en la India, un período que si bien duró poco más de año y medio, en el recuerdo se me antoja larguísimo, entreverado de imágenes de la vida urbana en Bombay y fines de semana junto al mar en la pequeña cabaña con suelo de barro que teníamos en Marvie. Después nos acompañó de regreso para vivir con la familia en Warwickshire.

Para Nick y para mí la llegada a Inglaterra significó el final del preludio y el inicio del proceso para convertirnos en personas propiamente dichas. Nanny hizo las veces de puente entre los dos mundos —Oriente y Occidente—, garantizando que ese preludio estuviera presente en todo momento. Se creó una dependencia mutua: los niños, por supuesto, con respecto a Nanny (y mis padres también, desde luego) y ella, estoy convencida, con respecto a nosotros; una dependencia entre culturas que nos enriqueció a todos.

 

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